Incesantes silbidos se metían en lo más profundo de su oído alcanzando los miedos más oscuros de su mente mientras cerraba los ojos con fuerza e intentaba salir de aquel infierno pensando en su esposa y sus hijos, imaginando abrazarlos cuando llegase a casa de nuevo.
Se escurría en aquella esquelética barca metálica, apretando, casi estrangulando a su inseparable amigo, el único que podría abrirle paso si lo usaba de la forma correcta, su rifle. Compañeros gritaban a su alrededor en el caos más absoluto, vomitaban en las lanchas por el mareo que les provocaban las olas que mecían su transporte, lloraban como niños arrinconados como ratas sin escapatoria, maldecían a los cuatro vientos mientras otros rezaban…
Aquellos valientes hombres sometidos a la presión de la muerte por un paso en falso exponían la más triste cara de un ser humano, el miedo en su máxima expresión. Esos silbidos de las balas pasando a escasos centímetros de sus cabezas eran lo más parecido al sonido de la guadaña de aquella que viste de negro. En aquella playa paseaba su ensangrentada hoz clavándola en la arena con la misma facilidad que se había cobrado aquellos cuerpos inertes que allí yacían. La única duda que les asaltaba a cada uno de aquellos muchachos era si aquel día mirarían al ángel de la muerte a la cara o si podrían pasar inadvertidos a aquella caza que se cernía en aquel rojo amanecer.
Cientos de pequeñas embarcaciones se acercaban a la costa, sometidas al duro fuego enemigo. Aquel día D navegaban sobre agua y sangre, llovía pólvora y metal. Proyectiles escupidos por cañones alemanes alineados estratégicamente por kilómetros de playas llegaban desde los rincones más inesperados.
Las olas golpeaban la barca tanto como el fuego enemigo. De repente encallaron en las rocas, cerca de la arena, con la mala suerte de que la compuerta quedó atascada. No se podría decir si aquellos que se apresuraron a saltar fuera de aquel escondrijo flotante eran los más valientes o los más asustados. Lo que sí era cierto es que muchos de los que asomaron el casco unos centímetros por encima de la escasa protección de la barca, eran heridos al instante, muertos al instante.
Comprobaron que en el infierno no había llamas sino corrientes de agua, que el diablo no tenía cuernos y una cola como les habían dicho, sino uniformes militares con esvásticas dibujadas en su brazo. Miembros amputados y cuerpos como migas de pan que flotan sobre demasiada poca sopa, rebozados en arena, surcando los aires.
Con tanto coraje como miedo, saltó por encima de la barca decidido a alcanzar esa playa y matar a tantos como se pusieran en su camino. Sin embargo, alguna parte de su uniforme o mochila se enganchó en algún saliente metálico, lo que le dejó colgado boca abajo con la cabeza sumergida en el mar. Aferrado aun a aquel arma como si de su propia vida se tratase, trató de ponerse a flote sin lograrlo. Durante varios segundos que parecieron siglos, intentó sin éxito salir de allí. Aquel tiempo le fue suficiente para entender que igual que la muerte se paseaba por la playa, también estaba nadando entre ellos, como ser omnipresente aquel día en aquel lugar maldito, presentándose de cualquier forma posible.
Se deshizo de su rifle, que se perdió como tantos otros en el fondo del mar, y con un gran esfuerzo se quitó la mochila como pudo, cayendo al agua de pleno. Nadó algunos metros hasta llegar a la arena donde se tiró y arrastró mirando a su alrededor desesperadamente, intentando encontrar otra arma.
Completamente lleno de arena y sangre, escupiendo, arrastrándose por encima de frescos cadáveres, personas que habían sido compañeros, amigos suyos, llegó hasta detrás de una roca donde descansó unos segundos. Localizó con la mirada su objetivo, un arma a unos 4 ó 5 metros de su posición, y sin pensarlo, se tiró como un poseso a por ella.
Agarró el arma y se giró para volver a la posición defensiva que le ofrecía aquella piedra, en el momento en que gritaron la necesidad de la presencia de un médico. Aquel sanitario que estaba atendiendo a un herido y él, se clavaron la mirada durante un instante, compartiendo aquel miedo, aterrados. El tiempo suficiente para que una granada hiciese explosión. Tras recuperarse de la ceguera y el aturdimiento, cuando volvió a mirar, buscando a aquel médico, únicamente encontró arena cayendo del aire en el sitio donde se encontraba unos segundos antes.
Entró en pánico, se levantó, sin precaución, dejando en el camino el casco, corrió intentando alcanzar aquella pequeña muralla natural, cruzándose en la trayectoria de una bala perdida que le atravesó la sien, haciéndole llegar la paz aquel día de una forma instantánea y no deseada por ninguno de los que aquel día se encontraron en aquellas playas, dejando para el recuerdo a todos aquellos héroes que no lograron ver el atardecer de aquel 6 de Junio de 1944.
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