En un día cualquiera de un verano
cualquiera, yo te esperaba en casa a que llegases de trabajar. Al oír la llave
introduciéndose en la cerradura, me acerqué a la puerta y allí apareciste, con
una camiseta de esas que a ti te gustan, de las de cuello tan ancho que resbalan
sobre un hombro al descubierto, mostrando de forma sensual tu sostén, y dejando
a la imaginación lo que no se ve. Una negra falda larga, que se insinúa
transparente, ondea a tu alrededor por la corriente de aire que atraviesa la
puerta, y a la vez traslada tu fresco y dulce perfume hasta mí. Te completa tu
bolso, tu compañero inseparable fuera de casa y un pañuelo adornando tu
perfecto cuello, que llama incesantemente a mi boca casi a gritos para que se
acerque, como siempre… hay cosas que no se pueden cambiar.
En lo que parecieron unas décimas
de segundo te cogí del brazo, cerré la puerta y te arrojé contra la pared
dejando que tu bolso se perdiera por el camino. Te agarré con fuerza ambas
manos, inmovilizándote con una, y con la otra te sujetaba del pelo con firmeza
hasta estar detrás de ti, mientras apoyaba tu nuca sobre mi hombro sin soltarte.
Noté que estabas asustada, mirándome de reojo con respiración temblorosa y casi
tiritando, pidiéndome explicaciones sin si quiera poder articular palabra.
Antes de que pudieras reaccionar,
apoyé ligeramente mi nariz contra tu oído y con susurros insinué lo que iba a
pasar a continuación. Tu mirada y tu sonrisa picaresca acompañadas de algo que
no se si fue un suspiro o un leve gemido me lo dijeron todo. Solté tu pelo y me
llevé la mano a mi cinturón, a la vez que tus manos trataban de encontrar aquello
que querías, pero aún no había acabado contigo. Tú ibas a ser mi juguete esa
tarde.
Logré quitarme el cinturón y lo
até con fuerza alrededor de tus muñecas. Ahora eras mía. Toda para mí, para
disfrutarte. Separé levemente tus piernas y sin dejar de apoyar mi cara sobre
la tuya, mirando atentamente esos ojos en los que se podía adivinar que lo
estabas deseando, empecé a levantar tu falda muy lentamente, acariciando tus
muslos cada vez que recogía un nuevo tramo de esa fina tela negra. Tu
respiración se aceleraba proporcionalmente a la cada vez más abundante tela que
había entre mis manos. Ya no hubo más que recoger, toda tu falda estaba en mis
manos y podía ver la perfecta forma de tus abundantes glúteos por los que
perdía la cabeza.
Te entregué tu falda para que la
sujetases tú misma con tus inmóviles manos que descansaban al final de tu
espalda. Y a la vez que agarrabas la falda, con tu picaresca y golfería te
llevabas por delante todo lo que podías de mi pantalón, que ahora se posaba
sobre tus cachetes, separados por un tanga azabache que los realzaba y a su vez
se mostraba enterrado entre ellos, como si estuviesen hambrientos.
Te giraste para mirarme a los
ojos y nos fundimos en un apasionado y picante beso, dejando mis labios y boca
con tu marca de carmín rojo; y al volver a mirarte, me percaté de que tu blusa
dejaba al descubierto tu sostén. Ya no hacía falta dejar correr la imaginación…
sin pensarlo dos veces, te lo arranqué, dejando tus pechos al descubierto. Los
agarré con fuerza, y sin soltarlos empecé a rodar por tu cuello paseando mi
lengua, llegando hasta el balcón de tus hombros que me dejaban ver mis propias
manos abarcando aquellos firmes pezones. Notaba tus dientes mordisqueando tus
propios labios, tus tímidos gimoteos en mi oído y cómo agarrabas con fuerza mí ya
notable y abultado miembro sobre el pantalón. Quería probar el sabor de la
miel, y pasé dulcemente mi lengua por esos rosados y aterciopelados pezones que
se erguían a su paso. Nos mirábamos fijamente el uno al otro, disfrutando del
momento, y allí estaba yo, lamiendo tu pecho, negándome a deshacerme de ellos.
Pese a no querer, engañé de nuevo
a tus manos para que solo mantuviesen tu falda, me arrodillé tras de ti, hasta
dejar mi cabeza a la altura de tu trasero, y estando a escasos milímetros de
él, pude oler una dulce mezcla de miel y vainilla obra de tus cremas favoritas.
Ahora sí que era perfecto… Clavé mis dientes enterrándolos en tus nalgas hasta
que un aullido, no sé si de placer o dolor, salió por tu boca.
Comencé a acariciarte tus
tobillos, sin soltar aquel bocado, y seguí por tus pantorrillas… continué por
los muslos, que en cuanto pude, apreté con mis suaves manos hasta hacerte
temblar a la vez que a sonreír… aquello no era frío, no lo era, en absoluto. No
me detuve y seguí frotando mis manos por tu cuerpo hasta que llegaron a tus
nalgas, que no dudé en intentar a exprimir intentando que todo tu sabor fluyese
a escasos centímetros de mi cara.
Continué oliendo tu piel, tu ropa
y lencería, con ese olor característico a ropa limpia. Jugueteaba con mi nariz en
el ardiente, jugoso y húmedo destino que ocultabas entre tus piernas. El olor
de tu sexo empezaba a imponerse sobre aquella mezcla de olores dulces. Quería
aún más, y seguí incrustando mi nariz sobre tu tanga hasta humedecer la punta
de ella con tus jugos… Ahora olía aún
mejor.
A duras penas me agarraste de los
pelos y me empujaste contra ti, enterrándome en tu trasero, a lo que respondí arrasando
con mi lengua y mi boca tu ropa interior. Y como ambos sabíamos que ya sobraba,
la eliminamos de la escena. Volví a ponerme en pie, esta vez para quitarte el
pañuelo que adornaba tu cuello y a modo de venda te lo coloqué en los ojos. Ya
sentía cómo de deseosa estabas porque en lo que tardé en colocarte la
improvisada venda, ya habías sido capaz de desabrochar mis pantalones y colocar
tu mano por dentro de mis boxers
apretando con fuerza mi vigilante mástil que se erguía y removía con cada
caricia tuya. Lo sacaste y colocaste entre tus piernas, juntándolo tanto a tu
cuerpo que pude sentir tu húmedo calor, y moviéndote en un ritmo de vaivén te
rozabas con él dejándome impregnado con tus flujos, que tras unos segundos que
parecieron minutos, ya se esparramaban por el suelo, no sin antes tomar el
aroma de mi falo.
Volví al lugar que me
correspondía, arrodillándome de nuevo a tus pies, paseé mis manos bajo el arco
de tus piernas, abrazando tus caderas obligándote a ceder e inclinarte,
abriendo con mis manos tus glúteos dejándome una vista perfecta sobre tus
secretos más íntimos, y acercando mi cara pasé la lengua superficialmente por
tu clítoris, tus labios y tu ano, saboreando tus entrañas, tu placer, tus apetitosas
partes. Volví a repetir la acción varias veces cada vez con más ímpetu,
mezclando tus flujos con mi saliva, tus gemidos con mi profunda respiración. La
mezcla perfecta. Escucharte era como música para mis oídos, y no quería que esa
canción, mi canción favorita, acabase nunca…
Tras perder la cuenta de las
innumerables veces que mi lengua te recorrió, sin saber si había más saliva mía
en tu interior que flujos tuyos derramándose por mi boca y mi cuello, dictaminé
que ya habías tenido bastante. Por unos instantes me dediqué a observarte
erguido y retirado a apenas medio metro de ti, masturbándome. Y allí te
hallabas, ciega e indefensa, con tus manos atrapadas, retorciendo tus piernas para
intentar perpetuar aquel placer que te acababa de arrebatar, sin resultado
alguno. Intentando buscar la fuente de tu placer, tan sólo eras capaz de
decirme que no parase ahora, que no te dejase sin lo tuyo. Te arrodillaste y
gritaste suciamente – ¡Quiero saborear tu polla! -, a la vez que abrías la boca
mostrándome tu lengua.
Me dispuse a agarrarte del pelo, levantándote
y azotándote en el culo con mis dedos…tu fusta favorita. Al instante lanzaste
un grito - ¡¿Qué haces?!...¿dónde me llevas?-, y sin darte respuesta, casi
arrastrándote unos metros, te empujé. Pude imaginar lo que sentirías en esas
décimas de segundo… sin saber qué pasaba, habiendo perdido el control de la
situación, que estabas a mi merced… atada, sin ver más que la absoluta
oscuridad y cayendo hacia el vacío violentamente. Aterrizaste sobre la cama
boca arriba, con la cabeza fuera de ella, cosa que te alivió, pensando que aún
no había perdido mi cabeza, y que el espectáculo continuaba, solo que en un
nuevo escenario.
Aproveché tus risas de alivio
para poner una de mis piernas sobre la cama, junto a tu hombro, y te atravesé
tu garganta, y tus risas dieron paso a los balbuceos y gemidos. – Aquí tienes
lo que has pedido… - te dije, y tu respuesta fueron bruscos movimientos de
cuerpo, intentando saborear y llenarte aún más la boca de aquel ente que no
podía estar más duro. Empecé a balancear mi cuerpo, penetrando aquella linda
boca que no daba abasto a tragar más saliva y que cada vez más abundantemente
empezaba a derramarse por tu cuello y la cara. Ahora estábamos empatados en
nuestro particular juego, con nuestros rostros empapados de las deliciosas
mieles del otro.
Los pequeños instantes en los que
te dejaba respirar los aprovechabas para contarme cuánto te gustaba aquello. Me
notaba ya cargado, con los testículos hinchados, que aterrizaron sobre tu
lengua. A la misma vez que te llenaban la boca y tu lengua jugaba con ellos, yo
intentaba masturbar a mi resbaloso y escurridizo miembro, que seguía empapado
en saliva, la cual volvía de nuevo a tu saturada boca.
A estas alturas ya no podíamos
esperar más… nos acomodamos, descansaron tus manos de aquellas ataduras y
reposaron tus piernas sobre mis hombros. En un instante te penetré fácilmente en
el estado en que se encontraban en nuestras partes, fusionando nuestros
sudorosos cuerpos en uno. Lanzamos al aire un mutuo gemido de placer cuando me
introduje dentro de ti. Continuamos con un apasionado beso en el que no
sabíamos bien el origen de aquel caramelo que se entrelazaba por entre nuestras
lenguas.
Repetimos el ritual mil veces, de
formas y maneras que no sabría explicar. Innumerables orgasmos seguidos te convirtieron
en una dominante mistress, y cuando me encontraba penetrándote a tu lado tras
de ti, volviste la cabeza hacia mí, tus movimientos cesaron, te quitaste la
venda para ponérmela a mí, envolviéndome en el oscuro mundo del placer. Sin
cambiar la postura, me sacaste de dentro de ti, para, tras varios segundos de
incertidumbre, volver a introducirme en algún recoveco de tu cuerpo aún más
cálido y estrecho, lo que provocó que me estremeciese de placer hasta que por
fin conocí esa sensación... No me hizo falta mucho tiempo para darme cuenta cuál
de tus escondites me habías hecho visitar.
Recorrer las paredes de tu lubricado
trasero hizo que me notase aún más cargado, y de alguna manera te lo transmití
porque noté como saltabas huyendo de mí, y esperé lo que pareció una eternidad
hasta pensar en retirarme la venda de los ojos, cuando ahí estabas de nuevo,
entre mis piernas, acariciándome, masturbándome, lamiéndome, haciéndome tocar
el cielo con las manos, hasta que durante un instante rocé el polvo de
estrellas con mis manos, imaginándome que delante tenía un ángel arrodillado a
mis pies con la carita cubierta de leche.
Entonces el sonido de unas llaves
en la puerta me desveló de un erótico sueño contigo. Me levanté de la cama, fui
hacia la puerta, y allí apareciste tú después de un duro día de trabajo….
No hay comentarios:
Publicar un comentario