jueves, 24 de abril de 2014

Al llegar del trabajo

En un día cualquiera de un verano cualquiera, yo te esperaba en casa a que llegases de trabajar. Al oír la llave introduciéndose en la cerradura, me acerqué a la puerta y allí apareciste, con una camiseta de esas que a ti te gustan, de las de cuello tan ancho que resbalan sobre un hombro al descubierto, mostrando de forma sensual tu sostén, y dejando a la imaginación lo que no se ve. Una negra falda larga, que se insinúa transparente, ondea a tu alrededor por la corriente de aire que atraviesa la puerta, y a la vez traslada tu fresco y dulce perfume hasta mí. Te completa tu bolso, tu compañero inseparable fuera de casa y un pañuelo adornando tu perfecto cuello, que llama incesantemente a mi boca casi a gritos para que se acerque, como siempre… hay cosas que no se pueden cambiar.

En lo que parecieron unas décimas de segundo te cogí del brazo, cerré la puerta y te arrojé contra la pared dejando que tu bolso se perdiera por el camino. Te agarré con fuerza ambas manos, inmovilizándote con una, y con la otra te sujetaba del pelo con firmeza hasta estar detrás de ti, mientras apoyaba tu nuca sobre mi hombro sin soltarte. Noté que estabas asustada, mirándome de reojo con respiración temblorosa y casi tiritando, pidiéndome explicaciones sin si quiera poder articular palabra.

Antes de que pudieras reaccionar, apoyé ligeramente mi nariz contra tu oído y con susurros insinué lo que iba a pasar a continuación. Tu mirada y tu sonrisa picaresca acompañadas de algo que no se si fue un suspiro o un leve gemido me lo dijeron todo. Solté tu pelo y me llevé la mano a mi cinturón, a la vez que tus manos trataban de encontrar aquello que querías, pero aún no había acabado contigo. Tú ibas a ser mi juguete esa tarde.


Logré quitarme el cinturón y lo até con fuerza alrededor de tus muñecas. Ahora eras mía. Toda para mí, para disfrutarte. Separé levemente tus piernas y sin dejar de apoyar mi cara sobre la tuya, mirando atentamente esos ojos en los que se podía adivinar que lo estabas deseando, empecé a levantar tu falda muy lentamente, acariciando tus muslos cada vez que recogía un nuevo tramo de esa fina tela negra. Tu respiración se aceleraba proporcionalmente a la cada vez más abundante tela que había entre mis manos. Ya no hubo más que recoger, toda tu falda estaba en mis manos y podía ver la perfecta forma de tus abundantes glúteos por los que perdía la cabeza.

Te entregué tu falda para que la sujetases tú misma con tus inmóviles manos que descansaban al final de tu espalda. Y a la vez que agarrabas la falda, con tu picaresca y golfería te llevabas por delante todo lo que podías de mi pantalón, que ahora se posaba sobre tus cachetes, separados por un tanga azabache que los realzaba y a su vez se mostraba enterrado entre ellos, como si estuviesen hambrientos.

Te giraste para mirarme a los ojos y nos fundimos en un apasionado y picante beso, dejando mis labios y boca con tu marca de carmín rojo; y al volver a mirarte, me percaté de que tu blusa dejaba al descubierto tu sostén. Ya no hacía falta dejar correr la imaginación… sin pensarlo dos veces, te lo arranqué, dejando tus pechos al descubierto. Los agarré con fuerza, y sin soltarlos empecé a rodar por tu cuello paseando mi lengua, llegando hasta el balcón de tus hombros que me dejaban ver mis propias manos abarcando aquellos firmes pezones. Notaba tus dientes mordisqueando tus propios labios, tus tímidos gimoteos en mi oído y cómo agarrabas con fuerza mí ya notable y abultado miembro sobre el pantalón. Quería probar el sabor de la miel, y pasé dulcemente mi lengua por esos rosados y aterciopelados pezones que se erguían a su paso. Nos mirábamos fijamente el uno al otro, disfrutando del momento, y allí estaba yo, lamiendo tu pecho, negándome a deshacerme de ellos.

Pese a no querer, engañé de nuevo a tus manos para que solo mantuviesen tu falda, me arrodillé tras de ti, hasta dejar mi cabeza a la altura de tu trasero, y estando a escasos milímetros de él, pude oler una dulce mezcla de miel y vainilla obra de tus cremas favoritas. Ahora sí que era perfecto… Clavé mis dientes enterrándolos en tus nalgas hasta que un aullido, no sé si de placer o dolor, salió por tu boca.

Comencé a acariciarte tus tobillos, sin soltar aquel bocado, y seguí por tus pantorrillas… continué por los muslos, que en cuanto pude, apreté con mis suaves manos hasta hacerte temblar a la vez que a sonreír… aquello no era frío, no lo era, en absoluto. No me detuve y seguí frotando mis manos por tu cuerpo hasta que llegaron a tus nalgas, que no dudé en intentar a exprimir intentando que todo tu sabor fluyese a escasos centímetros de mi cara.

Continué oliendo tu piel, tu ropa y lencería, con ese olor característico a ropa limpia. Jugueteaba con mi nariz en el ardiente, jugoso y húmedo destino que ocultabas entre tus piernas. El olor de tu sexo empezaba a imponerse sobre aquella mezcla de olores dulces. Quería aún más, y seguí incrustando mi nariz sobre tu tanga hasta humedecer la punta de ella con tus jugos…  Ahora olía aún mejor.

A duras penas me agarraste de los pelos y me empujaste contra ti, enterrándome en tu trasero, a lo que respondí arrasando con mi lengua y mi boca tu ropa interior. Y como ambos sabíamos que ya sobraba, la eliminamos de la escena. Volví a ponerme en pie, esta vez para quitarte el pañuelo que adornaba tu cuello y a modo de venda te lo coloqué en los ojos. Ya sentía cómo de deseosa estabas porque en lo que tardé en colocarte la improvisada venda, ya habías sido capaz de desabrochar mis pantalones y colocar tu mano por dentro de mis boxers apretando con fuerza mi vigilante mástil que se erguía y removía con cada caricia tuya. Lo sacaste y colocaste entre tus piernas, juntándolo tanto a tu cuerpo que pude sentir tu húmedo calor, y moviéndote en un ritmo de vaivén te rozabas con él dejándome impregnado con tus flujos, que tras unos segundos que parecieron minutos, ya se esparramaban por el suelo, no sin antes tomar el aroma de mi falo.

Volví al lugar que me correspondía, arrodillándome de nuevo a tus pies, paseé mis manos bajo el arco de tus piernas, abrazando tus caderas obligándote a ceder e inclinarte, abriendo con mis manos tus glúteos dejándome una vista perfecta sobre tus secretos más íntimos, y acercando mi cara pasé la lengua superficialmente por tu clítoris, tus labios y tu ano, saboreando tus entrañas, tu placer, tus apetitosas partes. Volví a repetir la acción varias veces cada vez con más ímpetu, mezclando tus flujos con mi saliva, tus gemidos con mi profunda respiración. La mezcla perfecta. Escucharte era como música para mis oídos, y no quería que esa canción, mi canción favorita, acabase nunca…

Tras perder la cuenta de las innumerables veces que mi lengua te recorrió, sin saber si había más saliva mía en tu interior que flujos tuyos derramándose por mi boca y mi cuello, dictaminé que ya habías tenido bastante. Por unos instantes me dediqué a observarte erguido y retirado a apenas medio metro de ti, masturbándome. Y allí te hallabas, ciega e indefensa, con tus manos atrapadas, retorciendo tus piernas para intentar perpetuar aquel placer que te acababa de arrebatar, sin resultado alguno. Intentando buscar la fuente de tu placer, tan sólo eras capaz de decirme que no parase ahora, que no te dejase sin lo tuyo. Te arrodillaste y gritaste suciamente – ¡Quiero saborear tu polla! -, a la vez que abrías la boca mostrándome tu lengua.

Me dispuse a agarrarte del pelo, levantándote y azotándote en el culo con mis dedos…tu fusta favorita. Al instante lanzaste un grito - ¡¿Qué haces?!...¿dónde me llevas?-, y sin darte respuesta, casi arrastrándote unos metros, te empujé. Pude imaginar lo que sentirías en esas décimas de segundo… sin saber qué pasaba, habiendo perdido el control de la situación, que estabas a mi merced… atada, sin ver más que la absoluta oscuridad y cayendo hacia el vacío violentamente. Aterrizaste sobre la cama boca arriba, con la cabeza fuera de ella, cosa que te alivió, pensando que aún no había perdido mi cabeza, y que el espectáculo continuaba, solo que en un nuevo escenario.

Aproveché tus risas de alivio para poner una de mis piernas sobre la cama, junto a tu hombro, y te atravesé tu garganta, y tus risas dieron paso a los balbuceos y gemidos. – Aquí tienes lo que has pedido… - te dije, y tu respuesta fueron bruscos movimientos de cuerpo, intentando saborear y llenarte aún más la boca de aquel ente que no podía estar más duro. Empecé a balancear mi cuerpo, penetrando aquella linda boca que no daba abasto a tragar más saliva y que cada vez más abundantemente empezaba a derramarse por tu cuello y la cara. Ahora estábamos empatados en nuestro particular juego, con nuestros rostros empapados de las deliciosas mieles del otro.

Los pequeños instantes en los que te dejaba respirar los aprovechabas para contarme cuánto te gustaba aquello. Me notaba ya cargado, con los testículos hinchados, que aterrizaron sobre tu lengua. A la misma vez que te llenaban la boca y tu lengua jugaba con ellos, yo intentaba masturbar a mi resbaloso y escurridizo miembro, que seguía empapado en saliva, la cual volvía de nuevo a tu saturada boca.

A estas alturas ya no podíamos esperar más… nos acomodamos, descansaron tus manos de aquellas ataduras y reposaron tus piernas sobre mis hombros. En un instante te penetré fácilmente en el estado en que se encontraban en nuestras partes, fusionando nuestros sudorosos cuerpos en uno. Lanzamos al aire un mutuo gemido de placer cuando me introduje dentro de ti. Continuamos con un apasionado beso en el que no sabíamos bien el origen de aquel caramelo que se entrelazaba por entre nuestras lenguas.

Repetimos el ritual mil veces, de formas y maneras que no sabría explicar. Innumerables orgasmos seguidos te convirtieron en una dominante mistress, y cuando me encontraba penetrándote a tu lado tras de ti, volviste la cabeza hacia mí, tus movimientos cesaron, te quitaste la venda para ponérmela a mí, envolviéndome en el oscuro mundo del placer. Sin cambiar la postura, me sacaste de dentro de ti, para, tras varios segundos de incertidumbre, volver a introducirme en algún recoveco de tu cuerpo aún más cálido y estrecho, lo que provocó que me estremeciese de placer hasta que por fin conocí esa sensación... No me hizo falta mucho tiempo para darme cuenta cuál de tus escondites me habías hecho visitar.

Recorrer las paredes de tu lubricado trasero hizo que me notase aún más cargado, y de alguna manera te lo transmití porque noté como saltabas huyendo de mí, y esperé lo que pareció una eternidad hasta pensar en retirarme la venda de los ojos, cuando ahí estabas de nuevo, entre mis piernas, acariciándome, masturbándome, lamiéndome, haciéndome tocar el cielo con las manos, hasta que durante un instante rocé el polvo de estrellas con mis manos, imaginándome que delante tenía un ángel arrodillado a mis pies con la carita cubierta de leche.


Entonces el sonido de unas llaves en la puerta me desveló de un erótico sueño contigo. Me levanté de la cama, fui hacia la puerta, y allí apareciste tú después de un duro día de trabajo….

No hay comentarios:

Publicar un comentario